martes, 23 de julio de 2013

La ambición de House of cards

La ejecución de House of cards, la serie con la que Netflix se ha abierto paso en el terreno de la producción propia a lo grande (9 nominaciones a los Emmy dejan claro que la industria aplaude la iniciativa), ha sido calculada al milímetro, casi tanto como el plan de Frank Underwood para vengarse del presidente de los Estados Unidos por haberle arrebatado el cargo que le prometió en campaña electoral, la Secretaría de Estado. Protagonizada por Kevin Spacey y Robin Wright —que está bastante mejor que él, todo sea dicho— y producida por David Fincher, que también dirigió los dos primeros episodios, se trataba de una apuesta prácticamente infalible.

Y, aunque no es oro todo lo que reluce, House of cards reluce que da gusto. Se nota la mano de David Fincher, que si bien no experimenta demasiado con la puesta en escena porque seguramente considera que la televisión está muy por debajo de sus estándares, despliega una realización ambiciosa, oscura, elegante y abrumadora aunque muy poco arriesgada. Puede que la serie no tenga la mejor dirección del año (porque existen Hannibal y The Killing), pero destaca por encima de la media y el sello de identidad de Fincher se mantiene a lo largo de toda la temporada.

De todos los naipes con los que el congresista construye su castillo, destacan dos especialmente por su personalidad, aunque los actores están en general bastante bien. Spacey y Wright eran apuestas seguras, pero es Corey Stoll en el papel de Peter Russo quien más brilla, sobre todo porque se trata del personaje con más fisuras y conflictos internos. Mientras el resto de personajes de House of cards tienen muy claros sus propósitos y hasta dónde están dispuestos a llegar para conseguirlos, Russo está perdido y lleno de debilidades, lo que siempre permite empatizar más con él. La trama periodística encabezada por Zoe Barnes (Kate Mara) es otra de las vertientes más interesantes de la historia, y todavía no tengo claro si lo que mueve a Zoe es la búsqueda de la verdad, como tantas veces clama a lo largo de la temporada, o simplemente busca reconocimiento e influencia.

El resto de personajes, con sus breves y ocasionales atisbos de humanidad, se comportan como robots, empezando por el matrimonio protagonista. Pese a lo convencidos que están de quererse el uno al otro, su relación parece más una conveniente asociación de beneficio mutuo, y uno de los puntos a favor de la serie creada por Beau Willimon (Los idus de marzo) con respecto a otras ficciones protagonizadas por antihéroes es que la mujer del protagonista no es una amargada que tiene que soportar los caprichos y maquinaciones de su marido, sino que lo acepta tal como es (al menos la parte que conoce) y lo aprovecha en su propio beneficio.

Sin embargo, he tenido mis problemas con la serie, empezando por lo difícil que me resulta conectar con el plan de Frank Underwood. Entiendo lo que le mueve a actuar —después de todo, le han dejado en la estacada— pero sus métodos son tan poco ortodoxos y es tan obvio que la necesidad de poder le corroe que no puedo implicarme con la trama principal de la serie. Porque House of cards confunde intentar ser realista con la necesidad constante de demostrar que los personajes son muy turbios. Desde luego, me creo más esta visión que la de El ala oeste, pues estoy seguro de que los intereses personales mueven más en un gobierno que la búsqueda del bien común, pero semejante nido de ratas me acaba pareciendo forzado y excesivo. Además, el éxito de Underwood se basa muchas veces en lo estúpido que es el presidente; algunas de sus manipulaciones son de patio de colegio y cuesta pasar por el aro.

Aun así, hay que alabar de House of cards el buen ritmo que tiene. Pese a que la trama se va desarrollando poco a poco, en todas las escenas ocurre algo y todas sirven a un propósito (algo que por otra parte le resta naturalidad) y la ruptura de la cuarta pared de Kevin Spacey en busca de complicidad queda bien. Además, no es un recurso barato que se utilice para contarnos más de lo necesario: el estado de ánimo de Frank se nos revela a través de la interpretación de Spacey, y las confesiones a cámara se limitan simplemente a explicarnos el escenario donde se mueve.

Por tanto, no me atrevería a decir que House of cards no es buena porque sí lo es, aunque debería ser más orgánica y menos intensa para que me gustase del todo. A Netflix le ha salido bien la apuesta, y aunque lo entiendo, me molesta que puestos a colar una novedad entre las nominadas a mejor drama, los Emmy se hayan quedado con esta en lugar de fijarse en Hannibal o The Americans. Raro será que, como mínimo, Fincher no se lleve una estatuilla a su casa.

viernes, 12 de julio de 2013

Esta tarta huele a muerto

Para pasar a la historia de la televisión, resulta casi imprescindible ser un drama crudo y realista y haber durado varias temporadas. Emitirse en HBO ayuda, y por eso A dos metros bajo tierra, Los Soprano y The Wire han alcanzado el estatus que ostentan hoy en día. Sin embargo, cuando eres una comedia, un procedimental, te emites en una network como ABC y presentas un universo aparentemente naif y pretendidamente empalagoso, el reconocimiento requiere un esfuerzo mayor. Por eso Criando malvas (Pushing daisies) no está en boca de todo el mundo cuando toca hablar de grandes de la televisión, pero sin duda ha conseguido una legión de admiradores que sí permiten calificarla como un título de culto. Como casi todo lo que hace Bryan Fuller, que lo va a tener muy difícil para que Hannibal le dure más de las dos temporadas que le duró ésta.

Sin embargo, la serie protagonizada por Lee Pace tiene reminiscencias de títulos cinematográficos que sí despiertan un amor consensuado, como Big Fish o Amélie. Su problema es que es una obra incompleta por culpa del hacha de la cancelación. Tiene un final precipitado y metido con calzador, que si bien es un detalle por parte de los guionistas para con los espectadores, no deja de ser frustrante. Muchas tramas abiertas para un episodio de 40 minutos que casi no se disfruta al ver que el tiempo se les echa encima. Pero Criando malvas (uno de los títulos mejor traducidos al español de la televisión reciente) es, a pesar de su prematuro cierre, genial a distintos niveles.

Ambientada en la ficticia Coeur d'Coeurs, recrea un universo increíblemente rico y colorido, en el que tienen cabida todo tipo de personajes, a cada cual más pintoresco. Pocas series han cuidado tanto el aspecto visual como Criando malvas, en la que unos cromas que no eran mucho mejores que los de Once upon a time (lo más parecido a esta serie que tiene ahora mismo ABC en su parrilla, aunque compararlas sea insultante), molestaban menos de la mitad. Los escenarios en los que transcurre la historia son plásticos e improbables, lo que les imprime mucha más personalidad. Mataríamos por dar una vuelta por el Pie Hole, visitar el faro, el despacho de Emerson Code y probar el menú del restaurante chino de abajo.

Pero la estética no era, ni mucho menos, el único aspecto destacable de Criando malvas. Cuando digo que la serie era aparentemente naif, lo digo sobre todo por la frivolidad con la que abordaba el tema de la muerte. Ningún padre tendría ningún reparo en dejar que su hijo viese esta serie de Fuller, pues narra la historia de un pastelero que puede revivir a los muertos solo durante un minuto —si los mantiene vivos más tiempo alguien tendrá que morir en su lugar— y que un día saca de la tumba a su amor de la infancia, a la que no puede tocar porque al hacerlo volvería a matarla. No hay relación más casta y pura, más cursi y apta para todos los públicos. Y, sin embargo, el humor negro es marca de la casa: los comentarios sarcásticos de Emerson Cod, la mala leche de la que hace gala una acertadísima voz en off que no satura y el nihilismo que desprenden muchas tramas aportan el toque de acidez necesario para que tanta tarta no se atragante. Al fin y al cabo, no deja de resultar gracioso que tiendas de chucherías, circos, piscinas de natación sincronizada o brillantes faros sean el escenario de muertes que a veces son bastante macabras.

A los actores no se les puede poner ninguna pega. Recitan los diálogos a una velocidad digna de Sorkin (o de Scandal), y son perfectos para sus personajes. Las miradas de Lee Pace y Anna Friel contribuyen a transmitir esa falsa inocencia que en un principio nos quieren vender, como también lo hace la verdadera estrella de la serie, Kristin Chenoweth. Su personaje, Olive Snook, condenada a ser la tercera en discordia, no tiene problema en arrancarse a cantar cuando uno menos se lo espera, como recién escapada de un musical. El hecho de que se comporte como un ser humano normal hace que a la hora de la verdad el espectador le coja especial simpatía. Ella y Emerson (Chi McBride), ideados como alivios cómicos, son un oasis en medio de la tragedia griega (sobre el papel) de los protagonistas, que tampoco es especialmente dramática y por eso no se hace pesada. Es imposible cuando el hecho de que no puedan tocarse ha servido de excusa para conocer este universo —insisto, el tapiz de escenarios y personajes recurrentes que se teje en dos temporadas es alucinante— y ellos dos son tan entrañables.

Porque Criando malvas, con su relato de la soledad (poco he dicho de las magníficas tías de Olive), su apología del amor bajo cualquier circunstancia y su exaltación de la amistad (qué química tenía el reparto y qué bien funcionaban todos combinados de cualquier forma) es pura magia, y se disfruta plenamente, muerte tras muerte.